La Venus de los perversos. Capítulo II


CAPITULO II

Carta de Charlotte Montaigne, encontrado entre las reliquias del Château de Lyon:

La Venus de los perversos. Capítulo II
Cultura
Abril 07, 2020 22:26 hrs.
Cultura ›
Magda Bello. Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2018 › Líderes Políticos

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Carta de Charlotte Montaigne, encontrado entre las reliquias del  Château de Lyon:

Carta de Charlotte Montaigne, encontrado entre las reliquias del Château de Lyon:

En aquel tortuoso mes de agosto, agudicé mis sentidos… El barón recorría el palacete, con un ritual de tacones, elegido a la apoteosis de una relevante adquisición. Paseaba su achicado cuerpo, semejante al de un infante haciendo piruetas, en mi superlativa percepción pareciese que hubiese vivido una desencajada niñez, casi lo puedo aseverar. Los que llegan a la cresta no evocan el pasado, de por sí, no importa.

Reconocía su rito africano para ahuyentar la peste. Y estremecía su cuerpo como poseído de los zulúes, me horrorizaba verlo tendido en el suelo, medio muerto. Quería recordarles que el barón de Lyon era supersticioso, algunas pinturas las cubría con sabanas de colores, según cada día; si era lunes de color verde, por la acción que ejercía en la naturaleza, si martes serian amarillas por la anhelada primavera y así permanecía hasta llegar a domingo cuando todas al descubierto, las admiraba como si fuesen damas descobijadas. A cada pintura le atribuíamos, malas voluntades hasta expelían a las visitas nones gratas. El séquito de criados vivía en un corre que te alcanzo, el barón no se estaba quieto, mudaba cada día su colección de arte.

Vigilaba entre las verjas de la escalinata hasta el salón de cartas sus pasos triangulares. Levantaba las manos, hablaba lenguas extrañas y de un momento a otro abandonó su cuerpo hasta caer de un solo golpe al piso. Si el que leyese esta carta me hubiese visto, no soportaría mis carcajadas, porque en este momento estoy que no aguanto.

Llamó a Lipani, carpintero de oficio, originario de Sicilia, le ordenó que le hiciese y sin importar el precio, un baúl de nogal con tinte rojo, tallado de rostros perversos para atesorar aquella obra que según él, era de valor incalculable.

Con la curiosidad acompañándome, rogué a Lipani fisgonear al presunto autor de la obra.
- Barón, según mis aseveraciones, no hay firma del autor, ¿podría agregarlo?- dijo Lipani asesorado por mí.
- Eso no interesa Lipani, el mismo Leonardo no las firmaba, pero todos sabían que era su pintura, dado a su auténtico estilo florentino, es igual que un apellido, algunos por suerte lo poseen pero su existencia es un cascaron, sin esencia, discernimiento, sentido común hasta simulan vivir, comen por apetencia, vegetan porque respiran, no dudan para nada y su final es besarle los talones de piedra a San Pedro a quien ellos mismos martirizaron. Nos infunden el horror de un infierno con grandes calderas y así manipular nuestros sentidos. Estoy harto de estos gavilanes amocepados- Vociferaba el barón a Lipani que le veía impresionado como ojos de sapo.

-¿Usted no cree en el infierno?- preguntó asustado Lipani.
- ¿Cuál infierno mi querido Lipani?, si la tercera parte de los demonios expulsados por el mismo creador fueron lanzados a la basílica de San Pedro, coexistimos con ellos y nos asemejamos a ellos, maltratando a seres superiores, en este caso, a los caballos alistándolos para la guerra, los obligamos a montar cargas pesadas que no levantaríamos con nuestras manos; despellejamos las aves sin compasión, destazamos los cerdos sin piedad ante sus hondas miradas, eso para comenzar, por otro lado, humillamos a nuestras mujeres quemándolas vivas, acusándolas de brujas y a los revolucionarios los colgamos como si fuesen muñecos de trapos. Mi querido Lipani, la iglesia y los concilios son el mismo anticristo. ¡Y prefiero la Toscana que residir con los trágicos obispos en la misma caldera!- Gritó sobreexcitado, su expresión calamitosa espantaba a Lipani que se persignaba ante “El Retablo de Isenheim” la obra que adornaba la “Sala de los condenados”. El barón enojadísimo al ver el burdo atraso de su amigo lo sermoneó:
“Mi buen Lipani ¿por qué te persignas ante el retablo?”.



Aquel retablo del alemán Matthias Grünewald, con la impresionante figura de la pasión de Cristo, delirante, retorcido, extenuado, con heridas virulentas, martirizado en una cruz de un árbol groseramente tallado, se doblaba al sostener el cuerpo imponente de un hijo de Dios retratado en el último espasmo que precede a la muerte. A escondidas me persigné al perderme en sus manos clavadas que se contorsionaban convulsamente manipulando mis emociones, los brazos se extendían desencajados por encima de la cabeza reclinada sobre el pecho, enterrada una aureola de espinas; exhalando el último suspiro. Este retablo fue destinado al hospital de un monasterio en la cordillera de los Vosgos al noreste de Francia, según el barón llevaban allí a los enfermos que esperaban fervorosamente un milagro de San Antonio en el uso coloquial como "fiebre de San Antonio", "fuego de San Antonio" o "fuego del infierno", era una fiebre causada por la ingesta de alimentos contaminados de toxinas producidas por hongos, parásitos, causado por el cornezuelo que contamina el centeno, frecuentemente la avena, el trigo y la cebada.

Y burlándose del miedo, enloquecido gritaba:
- O bien persígnate ante este otro, señalando a un Cristo agarrotado, de un pintor inescrupuloso, esto para los que han sufrido algún tipo de intoxicación inducida, según él, ese Cristo no sufrió tanto porque antes de tiempo fue envenenado con el agua de vinagre que le dieron a beber, según la creencia, contenía una sustancia que producía alucinaciones, convulsiones, contracción arterial, conduciendo a la necrosis de los tejidos y la aparición de gangrena en las extremidades. Lipani fue llevado por el barón hasta la virgen con el niño dedicada a los enfermos de lepra que comenzaban con un frío intenso y repentino en todas las extremidades para convertirse en una quemazón aguda. Si lograbas sobrevivir quedaban mutiladas: podían llegar a perder todas sus extremidades.

Existía otra variante de Cristus y vírgenes consagrados a paciente que sufrían intensos dolores abdominales que finalizaban en una muerte súbita. En las mujeres embarazadas producía invariablemente abortos.
Y después de exponerle una fatigosa instrucción, el barón de Lyon con un tonillo de ironía se inclinó a Lipani diciendo:
Sería recomendable que recéis a otros retablos destinadas para otros males, por ejemplo a la Santa Ignorancia, el día que el clero consagre un santo con este nombre, se caerá el cielo por cargar tanto mármol y piedra.

Pobre Lipani si viesen su rostro patidifuso, su piel erizada, no era más confundido que una cabra extraviada, pareciese que el barón de Lyon ha consumido los más de dos mil libros que alumbran su cuantiosa biblioteca.

Aprovecho esta epístola para describir las trabuquerías del barón… Manejaba todo medio de astucia, sustraía objetos valiosos de bibliotecas reales, cementerios reformados, prioratos y basílicas. Sus obras apetecibles, eran las malditas, con severas sentencias para aquellos que las poseían, pero esto no lo amedrentaba, valiéndose de argucias, cruzándose como sombra desapercibida entre la multitud de soldados del clero. Escondía sus robos intelectuales en un alto turbante diseñado por él mismo. Los invitados al Château de Lyon se impresionaban por la cantidad de pinturas. En cambio yo, me persignaba en forma de burla ante el retrato del arzobispo Catesquiú que hacia un buen tiempo atrás, manoseaba con descaró mis pezones hasta forzarme a chupar su órgano viril.

Días después La Venus de los Perversos fue colocada en el baúl de Lipani junto a la habitación del segundo piso del Château de Lyon, sobre una mesa de Luis XV cubierta con un barniz de porcelana, no solo atesoraba la obra, sino también un juego de ajedrez con piezas de oro y un manual escrito por Lucca Pacioli “De ludo scacchorum”, dedicado a la marquesa Isabel de Este y posiblemente ilustrado por Leonardo da Vinci. No me lo creerán pero este fue sustraído por el mismísimo barón que como experto jugador de ajedrez en un banquete ofrecido al rey Enrique XVIII le ganó la partida y antes de dar el jaque mate ya tenía el manual en la manga de su traje Hindú confeccionado por el mismo.



La pintura de aquella venus mojigata habia robado el suspiro de mi adorado Barón que por verla a ella, abandonó a mis protuberantes pechos.

Mi sombra fuliginosa recorría el palacio de Lyon, ensayé a caminar en el aire para que el suelo no advirtiese mi llegada, lo espiaba entre cerrojos mientras se anonadaba auscultando sus obras. Las escaleras enmudecían a mi paso, acercándome a la biblioteca, alzando mis senos que saltaban de mi ajustado corpiño, exhibiéndome ante sus ojos.
¡Cuánta sapiencia! ¡Robusto temple!- le profería, disimulando, cuando sus ojos saltones me devoraban. ¿Cómo decían que no gustaba de mujeres? Si el mismo alegaba que era obsesionado por las africanas y la única razón por adquirirme.

El barón de Lyon a las cuatro de la tarde como todo un sultán, se sentaba en su sillón de marfil decorado con trencillas de oro barnizado, con unas orlas de color turquesa traído del norte de Italia, en el medio de su mano prendía un anillo de 22,00 gramos de oro que por el peso, su dedo obeso agonizaba. Pareciese que leyese aquellos libros censurados que él con su estilo juguetón, practicaba de magia. Burlaba a los verdugos de las brasas del crematorio en los subterráneos de la Capilla Sixtina. Si mal no recuerdo permítanme enumerar algunos libros de su maldita colección: “Confesiones de un Papa moribundo”, “Dos más dos son cuatro”, “El purgatorio de las cortesanas” “Las cuatro noches con Sebas”, “Indulgencias al dos por uno”, “La dama del obispo” y “Los niños inocentes del Papa”, por supuesto, son muchos más, pero, por si algún jovencito me estuviese leyendo seleccioné los menos escandalosos.

He comprobado lo dicho por él, hay obras de arte que acarrean fortuna para los que la adquieran como la Venus de los perversos que ha sido objeto de tantos cuestionamientos por parte del Cardenal – duque de Richeliu, por poco la reconoce. La última vez la escondió en mi habitación al irrumpir en la villa los indagadores del Santo oficio.

El barón ha utilizado innumerables tretas para conseguir lo que desea, desde disfrazarse de fraile, médico, cortesana, este último de obispo y con cierto aire de presunción bastante excitado me mostraba casi a diario su nueva adquisición.

- Esta obra es más valiosa que todo el oro de Francia- Me dijo acariciando el baúl de Lipani como si fuese el esbelto cuerpo de una mujer fenicia.
- ¿De dónde la habéis extraído?- le pregunté con vil curiosidad-
- Entre menos conoces, habitarás confiada, así qué vea, oiga y calle.- me reprendió, reprochando con ironía mi entrometida pregunta.

No era la primera vez que él ocultaba sus infracciones con naturalidad, su desfachatez con veracidad, ofensas con sarcasmos, pillaje con encanto, nos rendíamos ante sus invenciones, llorábamos con su fatal drama, desde el Santo Clero hasta el rey, lo veneraban como un ser glorioso. El barón dominaba a su audiencia con el toque magnético de sus tacones haciéndonos caer en un profundo y oscuro letargo.
Era la noche del 11 de octubre cuando mi cuerpo sufriendo raros cambios, desde sofocos nocturnos hasta desmayos, me asomaba por instinto a los rosetones de mi habitación y entre la espesa neblina de un garrafal invierno, se agitaba en el turbión, una toga negra. Corrí hacia un extremo de la segunda terraza frente al bebedero de las avecillas, bajando las escaleras, tropecé con la mitad de la efigie en mármol del dios Baco, ese monumento me causaba escalofríos creo que el barón ordenó cortar la mitad de la escultura dejando solamente sus partes genitales. Al fin habia acertado era un fraile encapuchado subiendo a su impetuoso caballo, colgaba en su cuello un escapulario, el rosario de quince misterios amarrado al cinto, dirigió su mirada a mí con un gesto de premura, golpeó con furia a su bestia perdiéndose en la calzada de abedules y sauces.
Estaba consternada, la vida del barón se había trocado en enigmas, cábalas y cualquier otra trama, ya no era el mismo, se ha autoexiliado, su servidumbre entristecida; después de una vida perdularia e improsulta de idas y venidas, ofreciendo convites al prelado de las obras sustraídas de su propia mano. Era evidente que su pensamiento giraba en torno a algún evento quimérico. Y para concluir mi escrito, revelo ante ustedes que del barón, guardo un secreto inconfesable que me llevaré a la tumba, lo enterraré en mi hígado, aunque no haya nada oculto entre cielo y tierra, ni los infiernos puedan contener los secretos del hombre. El barón perpetuará su nombre ante la curia romana y la monarquía. Es inaudito salvaguardarse sin levantar una sola sospecha.


Charlotte de Montaigne.

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