La Venus de los perversos. Capítulo III


Salón de Provence, 1630

La Venus de los perversos. Capítulo III
Cultura
Abril 10, 2020 09:45 hrs.
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Magda Bello, Premio Internacional de Poesía Rubén Darío › Líderes Políticos

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Al amanecer arrimé a la ciudad provenzal de Salón, en el transcurso de la jornada he asegurado que nadie me persiguiese. A paso moderado, rebuscando vías llegué hasta una poza de aguas limpias donde el jamelgo bebió hasta saciarse, caminé por aquellos campos atestados de girasoles, calles entrecruzadas con labrados de rocas calcáreas y una muralla empedrada que protegía la ciudad. No sabía hacia dónde dirigirme ni una vaga idea de la notoria casa de ese boticario, de lo que recuerdo es que era evidente que la nobleza y la monarquía acudían a él.

Algunos habitantes de aquel pueblo arrinconado, al escuchar el trote lento de mi caballo entreabrían sus puertas para luego cerrarlas con brusquedad, no levanté sospechas preguntando de casa en casa y me acerqué a una anciana muy anciana, daba horror verle su rostro tan arrugado como si fuese una pasa exprimida, sostenía gavillas de trigo en sus brazos y una joroba que apenas podía alzar sus ojos.



- Buena mujer que el Dios de los cielos bendiga tu faena, puedes indicarme la casa que en vida fuese de un prestigioso boticario llamado… no recuerdo por ahora su nombre.

Dejó caer la gavilla de trigo, alzó su rostro viéndome con el abolengo de una mujer jactanciosa, soltó una carcajada confesándome a modo de burla que en aquella villa habían muchos herbolarios; el que yo buscaba era uno en especial, alguna vez salvó vidas, infestadas con la peste por el cual morían carbonizados, ese médico o como se le llamase había preparado un brebaje que solo él conservaba siendo la cura de aquella temida malignidad, este boticario continuamente era visitado por Catalina de Médici para consultar líneas rotas del destino.

La buena anciana me llevo hasta la puerta de un caserón, haló de mi gabán y con ojos saltones me advirtió:
– Hijo mío, actúa como si estuvieses ante el prelado, porque después que entres por esa puerta, ya no serás el mismo-

Me pasmé ante aquellas palabras proféticas y como si fuese poco, en menos de un movimiento de dedos, desapareció ante mi vista. Por suerte, la puerta estaba entreabierta me creí convidado a entrar, para entonces la osadía me asistía.



Era un salón semejante a un laboratorio de astronomía, seguido de instrumentos matemáticos, lanzas, arandelas adornando las paredes, unas vasijas transparentes y fierros para las ventanillas. Escuché un ruido en el ático, lo lie con ratones, aquel lugar estaba limpio como si alguien lo cuidase con esmero, ausculté el rechinar de una puerta seguido de pasos lentos con el toque reverencial de un bordón, subí las escaleras hasta llegar a un ático iluminado. Al no encontrar a nadie, entré en pánico, no suponía ratones, sino sombras, en realidad soy el más impío que todos los hombres por consiguiente no debería temer ante esas trivialidades, junté valor y en voz baja pregunté si alguien moraba en aquel lugar, no recibí respuesta al momento, di media vuelta regresando por donde venía, cuando de pronto entre ecos, una voz entrecortada me dijo:
- ¿Eres representante de los perversos enviado de Roma a martirizarme? –
- Buen señor no soy inquisidor, este humilde fraile busca a un hombre que según me han dicho vive en este lugar y guarda cierta información sobre una obra en particular- respondí asustado a la voz de un hombre que hasta entonces no veía su rostro.
- Ese hombre que usted busca no vive aquí, su viaje ha sido en vano, puede regresar de donde vino- Me dijo aquella voz con acento bastante molesto.



Levanté mi capucha para que viese mi rostro y tuviese un poco de confianza en mí, me dirigí cerca de una centella de luz que penetraba por el galerón de piedras desencajadas, apenas alcancé a ver sus vestiduras compuestas de cruces, símbolos, despertando recuerdos de mi niñez internado en aquellos espesos bosques, fugándome de la taberna en donde era mancillada mi pequeña hermana por una horda de perversos que se auto llamaban hijos de Dios, llegaba hasta un cementerio donde se alzaba una pequeña capilla con un pórtico de hierro, un acceso para la misa negra de los muertos, los vi realizar sacrificios de fuego, agua, sangre en cuerpos de animales y niños… Volví en sí.

- Vengo de lejanas tierras, soy fraile de los dominicos- Presentándome ante aquel hombre que más que hombre pareciese un monje merovingio.
- No mienta noble señor, puedo apreciar que su traje, es un burdo disfraz-
Por primera vez me habían descubierto y fue la sabiduría de un anciano que distinguía entre el rostro amargado y cruel de un fraile dominico a un noble de cutis lozano con ojos de benevolencia, era imposible seguir escondiendo mi identidad, no habia tiempo que perder, tan solo quería dar con el paradero del hombre que me hablaba aquel traficante de arte.

- Permítame presentarme soy El Barón de Lyon llamado también el Señor de las Sedas, perturbado devoto de arcaísmos y prófugas obras; un traficante de arte me vendió una pintura que según él, la iglesia paga una fortuna por ella, ese hombre me ha asegurado que propiamente en esta casa, vivía un afamado boticario que curaba a enfermos de la peste, uno de sus asistente pudiese ser un testigo veraz de la infalible historia de la Venus de los perversos. Desplegué el lienzo, lo tendí en el piso, los ojos de aquel anciano se agrandaron, sacudiendo su cuerpo como si estuviese convulsionando y tomando control de sí mismo, con un gesto de menosprecio balbució entre dientes:
- No conozco tal pintura, has viajado en vano y con poca suerte, te has guiado por el consejo de un trabuquero, esta obra es falsa no contiene elementos necesarios de veracidad. No soy a quien buscas, seguid tu camino y que dios te ampare.-



Aquel apenado anciano, enervado y enclenque apretó su pecho era un dolor que le aquejaba, lo llevé al ático justo donde estaba su habitación y cubriendo su rostro con sus manos convulsas, lloró amargamente. A estos, la muerte no los visita, aunque le imploren, su tormento es la vida misma, un martirio sempiterno que lo llevan de existencia en existencia, cuántas veces habrá muerto si la vida misma es muerte. Me despedí de él, no lo molestaría más.

Mi visita había sido impertinente, ocasionándole incomodidad, estaba asustado, temía por la salud quebradiza del anciano.

Esperé se durmiera, pero quien durmió fui yo, cuando desperté no estaba a mi lado, bajé del ático, recorrí los salones, lo encontré arrinconado abrazado al lienzo, no vencía a sus lágrimas, era insoportable aquella escena, demacrado, amarillento sus ojos contenían años de pestes, las uñas de sus manos carcomidas y el aliento que salía de su boca, amargo como el ajenjo. No era suficiente verlo, era inevitable sentirlo, dorso de la calma, no hubiese deseado encontrarme con la miseria del dolor, no me atreví a proferir palabra alguna en censura de lo que no podemos cambiar, de lo que una vez nos sucedió sin remediar, estuvimos en silencio un par de horas. El sol comenzó a calentar nuestros cuerpos y antes que cayese la tarde con su espesa capa lustrosa, me dispuse a marchar. El anciano se aferraba a la pintura, la arrebaté de sus manos, y en un breve desencuentro advertí marcas de torturas, levanté sus mangas y sus brazos estaban lacerados, eran las mismas cicatrices que solían grabar en sus víctimas los indagadores de la Iglesia de Roma. ¡Santo cielo! Mi señor veo señales de suplicio en tu cuerpo, ¿Será alguna penitencia en expiación por el pecado que mora en ti? o ¿Dime quién te ha lesionado; para perseguirlo y castigarlo? Su espalda invadida con verdugazos, el silencio hablaba más que mil palabras, inmóvil, perdido en un letargo con la conciencia partida en dos.

Ya era hora de alzar mi vuelo, ansioso por huir de aquel tétrico lugar. Y cuando abrí la puerta para hacer viaje, se levantó con premura… desenterró el pasado sumergiéndose en el tiempo a través de un largo viaje por el Mediterráneo, cruzó con la memoria el Adriático, en laberintos de odio, desenfreno, pasión, muerte y desencuentros, cruzaba en su mente los puentes de madera, la basílica de San Marcos todo esto al momento de relatarme aquellos fascinantes eventos.

¡Mis queridos lectores! volver a retrospectivo es remover una ciénaga espantosa, así fue.
Aquel anciano a quien recién conocía, cubrió sus oídos como si escuchase voces desde el interior de su alma y abrió su boca para narrarme paso a paso la verdadera historia de la Venus de los perversos. Me llevó deliberadamente a través de un aluvión de pasajes que rompieron mi esquema de la vida, no soy religioso ni pretendo serlo, pero cualquier medio que el destino utilice para renovar nuestras mentes, romperá tu paradigma en pedazos, es admisible.

C O N T I N U A R Á . . .

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